Licencia Creative Commons
Archivo Arturo y Adolfo Reyes Escritores de Málaga por Mª José Reyes Sánchez se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

lunes, 18 de noviembre de 2019

CUENTO: "AMOR Y VALENTÍA". AUTOR: ARTURO REYES.

Hoy vamos publicar un cuento corto de mi bisabuelo que se titula "Amor y valentía", y que se desarrolla en la ciudad de Málaga. Esta obra no se encuentra recogida en los libros que el autor malagueño publicó, y ha sido gracias a un blog que varias alumnas del IES La Rosaleda de Málaga realizaron, dirigidas por su profesor Jose Luis Gamboa, en el año 2013,  que se ha podido recuperar el texto.

La jerga que utilizan sus protagonistas son propias del vocabulario popular malagueño de aquella época, ese argot que era usado por nuestros personajes populares. Tenemos la suerte de que Málaga fue la cuna de muchos escritores costumbristas, que como mi bisabuelo Arturo, dejaron reflejado en sus obras esta forma de hablar tan peculiar y típica de nuestra tierra. 

No se les ha dado a estos autores costumbristas, entre los que se encuentran Juan José Relosillas, Manuel Martínez Barrionuevo, Salvador González Anaya, Narciso Díaz de Escovar  Serafín Esteban Calderón, Gómez Sancho, Ramón Franquelo, Ramón A. Urbano, Salvador Rueda, José Carlos de Luna, Francisco Bejarano Robles, etc., la importancia que en realidad tuvieron, ya que si no fuera por ellos, en la actualidad no quedaría constancia de nuestras efemérides populares ni de ese típico vocabulario que son parte de nuestra historia, y que nos hace únicos e irrepetibles a los malagueños por nuestra gracejo y salero andaluz.



Esperamos que este relato breve sea de vuestro agrado...


                            AMOR Y VALENTÍA

                                         I

— Pero vamos á ver qué es lo que á tí te pasa - díjole el Pitillero al Pelusita — vamos á ver por qué se te ha alargao hoy el perfil de esa manera.

— Qué quiées que me pase, que estoy muriéndome de pena, que el Cositas se mo ha cruzao en el camino, y que voy á tener que echar por la calle de los truenos, porque á mí no me quita á mi Dolores más que el mismísimo Dios en presona.

— Pos ya había oído yo una falzeta de esas murcianas, pero pensé que eran hablaurías, y na más que hablaurías.

— No, no son hablaurías, que á mí me lo ha contao la propia interesá, y anoche habló ese mala hora con el padre de mi ídolo, y como quiera que el padre de mi ídolo tiée la manía de la guapeza, y dice que él mandó traer ar mundo á su hija consirná pa un hombre de pelo en pecho, manque sea de la sociedá de la albaldilla solitaria, y no sepa lo que es una americana sin los codos zurcíos; pos velay tú, el Cositas que se ha enterao de la manía del viejo, y de que éste habillela pa costearle un día sí y otro no un callo á la andaluza ó una paella á la valenciana, se ha dío á ese mal calé y le ha dao coba, y como quiera que yo entoavía no le he dao á nadie una puñalá, que yo sepa... ¡pos velay tú!.

— Pos eso se arregla pronto: trincas un machete, te bebes medio azumbre de solera, buscas uno pa quien una puñalá sea un favor que se le haga, y... Sanseacabó, no tiée vigilia.

—  Eso es, y aluego á darme el agua á buches con un cabo de vara en Ceuta ó en el Peñón ó en el tiro que le peguen á los hombres esaboríos!

— ¡Cá, hombre, cá, á Ceuta! Allí no van ya más que los niños llorones; hoy por matar á uno no va ya nadie á presidio.

— Pos que nos mate Dios que nos ha criao, que yo no soy capaz de matar á nadie, por más que si eso del Cositas se formaliza y me rempujan, me parece que voy á dir aonde no quiero llegar, contra tó el torrente de mi gusto.


                                        II

 Ya había pasado la hora de la venta y el señor Antonio, cansado del trajín matinal, viendo satisfecho, casi desocupados del todo, los grandes serones, poco antes repletos de verduras, con que tenía casi invadida la calle, y con los cuales iba sacando á puerto, sin grandes escaseces, su tan nutrida como churretosa prole, retrepóse en la silla algo perniquebrada que servíale de sitial en sus relativamente vastos dominios, descansó ambas manos sobre el crecidísimo abdomen, y se dispuso á vengarse del diario madrugón, lo cual hubiera realizado, seguramente, á no haber llegado en aquel momento el Pelusa  —su sobrino carnal, el más tonto —según él— de su noble apellido y de su ilustre dinastía.

— Buenos días, tío —exclamó el recién llegado, cruzando por entre los serones hasta llegar junto al hermano de su difunta madre. 

El señor Antonio desentornó los párpados, y exclamó con acento bronco, posando su mirada soñolienta en su sobrino.

— Ven con Dios, Pepe; ¿quién mal te quiere que por aquí te envía?

— Mi suerte, mi negra suerte; y como no tengo á nadie en el mundo más que á usté que me aconseje, pues por eso.

— ¿A nadie más que á mí? ¿Pos y el corralón que tiées en Capuchinos ?

— Déjese usté de bromas, que está la leña verde y no arde.

— Vamos, hombre... está de Dios que no eche yo hoy un rengue... Vamos á ver, ¿y qué es lo que te pasa?

— ¿Qué quiée usté que me pase? Que el Cositas...

— Ya estoy enterao de eso, y como el Cositas es un perro rabioso, y como quiera que en los cuarenta y pico de años que lleva de roar tierra le han apuntao en el ros cuarenta mil barbaridaes, lo mejor que haces tú es cortarle el hilo del embrague á tu tórtola, y si esa primita se la quiera llevar en el pico, que se la lleve, y á vivir, que pa eso el mundo es ancho y la mar es jonda.

— Pero tío de mi alma —exclamó con la voz congestionada por la pena y la ira el Pelusa— si es que eso no puée ser, porque eso es pa mí aserrarme el corazón y crucificarme el pensamiento.

— Eso te parece; eso creía yo cuando tenía yo tu edá; á los diecisiete años, cuando nos metemos en un querer, nos parece que Dios no ha hecho más luz que la que nos ilumina el sentío, ni más flor que la que nos perfuma el pecho; pero aluego... aluego... aluego... aluego....

— Pues no puée ser, tío Antonio, no puée ser; yo le digo á usté que no puée ser, y que no lo consiento... ya se lo he dicho al Pitillero y ahora á usté se lo repito; yo le juro á usté que el Cositas no se casa con Lola la Golondrina.

Y con tal ímpetu y tal acento de convicción hubo de decir esto el Pelusa, que el señor Antonio quedósele mirando fijamente, como quien contempla un panorama desconocido, y tras algunos instantes de silencio, díjole con acento irónico.

— Pero, ¿qué vas á jacer chaval, vas á pegarle al Cositas?

— Yo no le pego á nadie, pero yo le prometo a usté que el Cositas no se cuelga á la bandola la jembra que yo más quiero.

Y al decir esto, dió media vuelta y alejóse sombrío y silencioso, mientras el señor Antonio, tras seguirlo breves instantes con compasiva mirada, tornó á retreparse en la silla y á cruzar las  manos sobre el abdomen, murmurando con voz tranquila:

— Ya se le pasará el escosor y se alegrará y yo me alegraré y tos nos alegraremos, y sobre tó, que lo que Dios dirta es lo que se escribe.


                                            III

 El Cositas estaba ébrio de júbilo; había amarrado, de golpe y porrazo, su porvenir; iba á llevarse en el pico una las chavalillas de más bandera del barrio, y además y con ella todos los machacantes que agenciara el señor Curro Cárdenas durante treinta años de matuteo en la Serranía.

Y paladeando mentalmente todas las voluptuosas dulzuras de aquel casi conquistado porvenir estaba el temible y victorioso rival del Pelusa, cuando éste penetró en el cafetín, á la sazón  solitario, donde aquel lucía su gallarda figura y su rostro moreno varonil y simpático.

— Buenas tardes señor Paco —díjole el recién llegado, acercándose á su mesa con reposada actitud.

— Ven con Dios chaval —repúsole el Cositas, mirándolo entre irónico y compasivo.

— Me permite usté que me siente y que hablemos dos palabras.

— Ya lo creo; siéntate y píe lo que, quieras y dime lo que te de la gana.

El Pelusa, que estaba pálido y sereno, sentóse frente á frente al Cositas, y tras sacar la petaca, dar un cigarro á aquél, encender el suyo y tragar más humo que bilis llevaba tragada en dos días, exclamó con acento decidido:

— Pues mire usté, señó Paco, lo que yo tengo que decirle a usté no es más que una cosa, y esta cosa es que, por lo que más quiera usté en el mundo, se deje de meterse en mi coto, que yo no tengo más flor en mis jardines que esa rosa de Alejandría que se quiere usté llevar de mis rosales, y que yo no le he hecho á usté daño alguno, y que no me merezco yo que me trate usté de era manera.

— Hombre, to eso es mucha verdá —contestóle el Cositas con grave acento— pero has llegao tarde y crée que siento no poder darte gusto en lo que me píes; yo te juro que lo siento. 

El Pelusa se puso más pálido que estaba, y exclamó con voz algo temblorosa:

— Mire usté, señor Paco, que se lo pío á usté por favor; piense usté que Lola á quien quiere es á mí, y que no es con el viejo con quien se va usté á casar.

— Eso no importa, hombre; tú no sabes lo que son las mujeres; ya verás tú cómo no se acuerda de tí á los quince días de que yo le haiga cantao las primeras peteneras.

— Pero si la cosa es que usté no le va á cantar peteneras; si la cosa es que usted no se va á casar con ella.

— Hombre, ¿y eso por qué? —preguntóle el Cositas á su joven rival, no sin fruncir un tanto amenazadoramente las cejas.

— Pos por ná cuasi —díjole el Pelusa, encogiéndose de hombros— porque antes de que se case usté con ella... lo mato.

Y con tal acento de profunda convicción hubo de decir aquéllo el Pelusa, y tan fieramente le hubieron de brillar los ojos, que el Cositas desistió de romper en risas como pensara, y le preguntó con aparente calma:

— ¿Y si te mato yo á tí?

— Peor pa usté; usté en este mal negocio lleva toas las contrarias; tó el mundo sabe que usté no va por la flor, sino por el florero; tó el mundo sabe que yo voy por lo contrario que usté; usté es un valiente de cartel á  dos tintas, y yo soy un probetico huérfano que nunca se ha metío con nadie, y si yo lo mato á usté tó el mundo y el jurao dirán que estaba llenito de rabia y llenito de pena y me echarán á la calle, y como tendré entonces entoavía más bandera que usté, el padre de mi delirio me dará lo que yo quiero, y á usté le llevarán  en la Tertulia al Camposanto.

— No está mal pensao eso, pero ¿y si eres tú el que da ese paseo?

— Bah, si usté me mata á mí lo mandarán á usté á Alcalá ó á Chafarinas con la laureada y tó el mundo dirá que muy bien mandao, por haber consentío en pelear con un chaval sin pelo de barba tan siquiera.

El Cositas quedóse pensativo, y tras breve silencio preguntóle al Pelusa, mirándolo á las niñas de los ojos con enérgica y escrutadora fijeza.

— ¿Pero es que te atreverías tú á matarme?

— Yo le juro á usté por la memoria de mi madre que antes de que se case usté con mi Lola, le parto á usté el corazón de una puñalá, ú de dos ú de las que  usté necesite.

Y da tal manera hizo la terrible afirmación el Pelusa, que aquella tarde preguntaba á éste la Gólondrina con los ojos, chispeantes de amor y el acento preñado de caricias, desde el balcón de su casa:

— Pero, chiquillo mío, ¿cómo has conseguío tú que el Cositas se avente de mi vera?

— Porque el Cositas tiée buen corazón y se lo pedí casi llorando —repúsole el Pelusacon voz apasionada.

— Porque el Cositas tiée buen corazón —siguió contestándole sistemáticamente a todo el que quiso enterarse, por él, cómo y por qué habíase alejado de Lola la Golondrina y desistido de sus amorosos propósitos, el guapo más guapo del barrio de Capuchinos.

                                                     Arturo Reyes

BIBLIOGRAFÍA:

* “Amor y Valentía.” Reyes, Arturo. Publicado en El Liberal, 25-08-1903. Pags 1-2. Este cuento fue rescatado por el profesor José Luis Gamboa y las alumnas de 1º Bachillerato del IES La Rosaleda en el blog que crearon para conmemorar el centenario de la muerte de Arturo Reyes en el año 2013. 

domingo, 17 de marzo de 2019

CUENTO "ALMAS HONRADAS". AUTOR: ARTURO REYES.

Hoy queremos que conozcáis este cuento de mi bisabuelo Arturo, que espero que sea de vuestro agrado. En sus escritos el autor nos acerca a las vidas de nuestros antepasados, al conocimiento de nuestras antiguas tradiciones. Estos cuentos forman parte de nuestra esencia porque para comprender nuestro presente, tenemos que acercarnos y conocer nuestro pasado. 



                               ALMAS HONRADAS

Dolores se sentó, meditabunda, en el murete adosado a la fachada del edificio y posó, distraída, la mirada en el bellísimo paisaje.

Un espléndido sol otoñal ponía sus áureas pinceladas en la riente perspectiva, en las doradas cúspides de los montes, en las floridas laderas, en las que acá y acullá blanqueaban los nevados caseríos; en los grandes macizos de verdores que festoneaban las márgenes del río, salpicados de rojas adelfas y de blanquísimos rosales.

Dolores, que podría contar veinte abriles, era de cuerpo cenceño y gentil, de semblante agraciado y de tez en que la vida desbordaba en cálidas entonaciones; de ojos de mirar risueño, de boca fresca y fragante y de pelo abundantísimo, cuidadosamente recogido bajo un pañizuelo color de grana, como de color de grana era el zagalejo que cubría su airosa figura, adornada además con un corpiño de percal rameado, amplio delantal de mallorquín y recios zapatones de vaqueta.

Cuando más embebecida parecía estar en su meditaciones, poco gratas al parecer, destacóse en el umbral de la casa la figura desmedrada y sarmentosa de su padrino, el señor Frasco, el Zorzales, un viejo de grandes ojos azules, de tez rugosísima y de blanquísimos cabellos.

Qué, ¿se va osté ya, padrino? – le preguntó, incorporándose rápida y acercándose al anciano la muchacha.

-Sí, mi prenda – repúsole aquél con acento cariñoso -. Voy a dalle un vistazo al jabal y un meneón a los yeros.

-Menester es que se vaya su mercé dejando de tantísimo matarse, que no está ya su mercé pa meterse en tantísimas jonduras, que ya es mucho lo que ha meneao su mercé las aspas de su molino.

-Si que ties razón, pero  es que el día en que yo no me puea menear, ese día me muero de reconcomia – díjole con expresión distraída el viejo, el cual, tras poner una mirada inquieta en uno de los edificios más cercanos, que blanqueaba en una loma próxima, continuó dirigiéndose a las muchacha:

-Miá, que cuando venga el Breñas me lo mandas en seguiíta aonde yo esté, que estaré en el “Tajo del Tardío”.

Y dicho esto penetró el viejo en la casa, de la que volvió a salir a poco al hombro la azada, y momentos después se perdía de vista por entre los verdinegros olivares que parecen jadear eternamente trepando, torcidos y retorcidos, por la empinada vertiente de la pintoresca montaña.

Arrojó el Zorzales la azada en la tierra removida recientemente y sentóse cejijunto y sombrío sobre una de las desigualdades del terreno, reflejando en su rostro la terrible lucha que libraban en su corazón, de una parte, su conciencia y, de otra, las razones con que pretendía acallar su voz inflexible y acusadora y -¡Güeno! – musitó con voz sorda y colérica -; güeno que tú me gritaras si yo juera el mesmo que juí; si ahora, como entonces, estuviera sortando por ca poro de mi cuerpo un borbotón de resina y de ca martillazo el corazón me aupara toíta la tabla del pecho, que otra hubiera sío la verea que yo hubiera pisao de ser yo lo que juí; pero es que, con razón, ya no quiée pelear conmigo el Pintao porque es que yo ya estoy jechito una lástima; pero es que yo no podía consentir tampoco en llevarme al otro mundo la ofensa que a mí me jizo, porque es que la cosa es de las que chorrean sangre, y si él se aterminó a jacer aquella charraná con la hija de mi hermana, jue porque sabía que no había un hombre que le cobrara en plumas de las alas e su corazón su mala chanaíta, y a la probetica Remedios su deshonra fue la que se la llevó a la seportura, y aluego que la muerte por mo de la cual anda juío la jizo de muy malilla manera, porque el probe de Tobalo estaba ya en el suelo cuando le tiró con la cachicuerna, y Tobalo era un mozo que yo estimaba de verdá, y aluego que eso de venirse a esconder cuasi a dos pasos e mis cubriles, es venir a mojarme las orejas con saliva, y sobre to, que yo tenía el deber de elatarlo, y como tenía el deber, pos por eso lo he delatao.”

No obstante estos razonamientos, no conseguía el viejo hacer callar aquella voz que tan tercamente hacíale oír sus acusadoras inflexiones desde que horas antes diera orden al Breñas de llevar la carta delatora al jefe del puesto cercano.

El sol empezaba a ocultarse tras los picachos de la montaña, y sus últimos rayos incendiaban el celaje, dándole tonos de púrpura y de oro. Ya seguramente el Breñas habría entregado la carta al sargento Torrente, y pronto se dirigiría éste hacia casa del Naranjero, donde podría sorprender al matador de Tobalo, y su delator podría verle pasar atado codo con codo por delante de su casa.

Algunas gotas de frío sudor surcaron la frente del Zorzales, y tirando, al pensar esto, violentamente el cigarro que fumaba, echóse al hombro la chaqueta y la azada y se encaminó hacia su hogar, abrumado, más que por el peso de los años, por uno misterioso que angustiábale el corazón y llénabale de sombras el pensamiento.

-Qué, ¿viée osté mu cansao? – le preguntó Dolores saliendo a su encuentro en la cuesta y aliviándole del peso de la azada.

-Sí, que con razón ice la copla que pa las cuestas arriba quieo mi mulo – repúsole el Zorzales, pretendiendo enmascarar con una sonrisa su profundo desasosiego.

-Cuando yo le digo a su mercé que no está ya su mercé pa meterse en esas trabajeras…

-El viejo penetró en la casa y se sentó sombrío y silencioso junto a la amplia chimenea.

-Pos yo, tan y mientras acaba de cocer la puchera, voy a tender la ropa que acabo de traer del río – dijo Dolores, dirigiéndose hacia la puerta del hogar.

El viejo, que no podía permanecer sentado, empezó a pasear inquieto y febril por el interior de la cocina, alumbrada por los últimos resplandores del crepúsculo vespertino, y sin atreverse a asomarse al umbral de la casa por temor, sin duda, a ver pasar por delante de él y escoltado por la Guardia Civil, al matador de Tobalo y burlador de su sobrina.

Además de su conciencia, abrumaba su espíritu el pensar lo que dirían de él sus antiguos camaradas cuando se enterasen de que no había encontrado medio mejor y más generoso de realizar su venganza que delatar al fugitivo al jefe del puesto, y antojábasele ver las miradas de reproche y desdén con que todos le acogerían.

Concluído que hubo Dolores de tender la ropa, penetró ligera como una ardilla y con la copla en los labios en la casa, y minutos después colocaba limpio mantel sobre la blanca mesa de pino, y

-Qué, padrino, ¿se han hecho ganas de comer? – le preguntó con acento alegre como el cantar de un pájaro.

-No, hija, que no tengo ni chispita de ganas de abrir la boca – repúsole sombríamente el Zorzales.

Dolores posó en él sus grandes ojos, en que desbordaban la ternura y la malicia, y acercándose a él de repente y sentándosele sobre las rodillas, rodeóle el cuello con un brazo, y

-¿Qué le pasa hoy a mi viejo parral sin pámpanas ni racimos? ¿Qué le pasa a la presona más quería que Dios puso en sus pejuares? – le preguntó con voz zalamera.

El viejo, a la caricia del único ser que hacíale grato el triste invierno de su vivir solitario, sintió que el secreto de su traición forcejeaba por brotar en su labios, y no sintiéndose con fuerzas para oponerse a aquella expansión de su angustiado espíritu: 

-Pos sí -dijo con voz turbada-; me pasa algo que no sé cómo decírtelo, y es que me parece que al cabo de cuasi ochenta años de estar mirando a toíto er mundo cara a cara, voy a arrematar por no poer mirar ni a mi sombra frente a frente.

¿Usté? –exclamó llena de asombro Dolores. ¿Usté no poer mirar a la gente cara a cara?

-Yo, sí, yo –murmuró sombríamente el viejo; y después, tras breves instantes de silencio, exclamó con acento reconcentrado-: Camará, y en qué horita más negra que escribí yo anoche esa carta maldecía.

-¿Qué carta? ¿La del señó Bartolo?

-No, hija mía; la del señó Bartolo no; la que tú le diste esta mañana al Breñas pa que se la llevara en seguiíta al comandante del puesto de “Vizcaíno”

Dolores miró con expresión triunfal al viejo, cogió su rostro rugoso entre sus manos, endurecidas en los diarios quehaceres, quedósele mirando de hito en hito, y tras un brevísimo silencio,

-Vamos a ver, ¿qué daría usté ahora por no haber mandao a su destino esa carta?- le preguntó.

-¿Qué sé yo lo que daría!

- ¿Daría usté un beso?

- Un millón de besos daría yo – le dijo el viejo mirando lleno de ansiedad a la muchacha, la cual, poniendo cerca de los labios de aquél la sonrosada mejilla y urgándose ésta con un dedo, le dijo sonriendo picarescamente:

- Pos encomience usté a besar, que yo iré llevando la cuenta.

Y ya empezaban a asomar en el pálido horizonte  algunas estrellas cuando exclamó el señor Frasco el Zorzales con acento de súplica:

- Chiquilla, por los ojitos e tu cara que ya van más de dos mil millones y ya me duele jasta el corazón, a pesar de que, como ice la copla,

Mismamente dos panales 
tiée mi niña por mejillas, 
llenos de miel de rosales.


Arturo Reyes.

BIBLIOGRAFÍA:

* El Imparcial”, sección de los lunes, Madrid, 9 – X- 1911.

* “Cuentos andaluces”. Autor: Arturo Reyes. Tomo 1. Edición Homenaje del Excmo Ayuntamiento de Málaga, 1964. Gráficas San Andrés, Málaga. Pags 87-90.