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Archivo Arturo y Adolfo Reyes Escritores de Málaga por Mª José Reyes Sánchez se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

domingo, 28 de octubre de 2018

CUENTO "AL BORDE". AUTOR: ARTURO REYES.

Hoy vamos a publicar otro cuento de mi bisabuelo Arturo, cuya trama es la siguiente: algunos campesinos van a coger nidos de águilas. Cuando está sujeto a la soga uno de ellos, Currito el Mimbre, amenaza al padre de su novia con cortarla si no autoriza su boda.



Esperamos que sea de vuestro agrado…

                                     AL BORDE

                                           I

Llegado que hubo Currito el Mimbre al borde del tajo, sentóse en él, y triste y meditabundo pareció abismarse en la contemplación de la brillante perspectiva que extendíase a sus pies, en los risueños valles cubiertos, acá y acullá, de pomposos majuelos y de oscuros olivares, en el río que serpeaba, gris y resplandeciente, por entre las empinadas laderas, y en los alegres caseríos que blanqueaban por doquier como arropados entre florecientes verdores.

Media hora llevaba el mozo contemplando, sin ver, sin duda, el paisaje, cuando:

- Camará, y cómo me cogiste la elantera – dijo, detenténdose junto a él, el señor Paco el Gallareta, hombre de más de sesenta años, alto, enjuto, de rostro descarnado y de facciones angulosas, tostadas y curtidas por vientos y soles.

Se incorporó el Mimbre rápidamente, y

- Sí, señó – le repuso, procurando en vano poner en sus labios una sonrisa -; pero eso no tiée naíta de particular, poique es que esta noche me la he pasao cuasi toíca a dormivela.

- ¿Es que has estao maluco esta noche? – le preguntó aquél al par que colocaba en tierra el enorme barreño, lleno de agua, que sobre los hombros conducía.

- No, señó, y sí, señó, poique es que esta noche, como muchas otras, lo que me ha espaventao el sueño ha sío la enfermeá que paezco, jace ya una mancha e meses y que me paece a mí que va a ser la que, si Dios no lo remedia, me va a meté en el joyo.

Apartó el viejo su  mirada del zagal, y

- Esas son aprinsiones tuyas – le repuso con acento indiferente.

- Puée ser que no piense su mercé lo mesmo cuando le haiga yo ya platicao de lo que tengo que platicalle – balbuceó Currito sin atreverse a mirar al anciano cara a cara.

Este enarcó las pobladísimas cejas, colocó las piernas en ángulo, sacó de debajo del rojo ceñidor la enorme petaca y

- ¿Y qué es lo que tú tiées que platicarme a mí? – preguntó al muchacho con acento desabrido, y mirándole como si pretendiera hacerle enmudecer con su mirada.

Currito permaneció silencioso y con los ojos bajos durante algunos instantes, y después:

- Ya se lo platicaré yo aluego – le repuso con voz insegura.

Quedó silencioso el Gallareta, reflejando su semblante lo poco gratamente que hubieron de resonar en él las palabras del muchacho. Ya él sospechaba que era lo que éste parecía tener necesidad de decirle, que de memoria sabíase el viejo que su Rosario había con su hermosura y su gentileza puesto fuego en el corazón del mozo, y aunque éste no le pareciera al anciano cosa despreciable, no creíase obligado tampoco a hacerle el sacrificio de sus ensueños, dejando de esperar al riquísimo hacendado, que, según sus ilusiones, no debía tardar mucho en presentarse para elevar a la más alta posición social aquel prodigio que él había tenido el alto honor de poner en este mundo, para pasmo y admiración de las gentes del partido.

Estas esperanzas del viejo hacían que mirara con mal disimulada hostilidad aquel que él creía solamente conato de amoríos entre los zagales, por no estar al tanto, sin duda, de que no había noche, lloviera o venteara, en que no pelasen la pava aquéllos por las bardas del corral, mientras él roncaba a más y mejor como un bendito que era.

En tanto el viejo meditaba, siempre con las piernas en ángulo, los brazos atrás y el enorme cigarro en la boca, Currito reconocía detenidamente la larga soga que iba sacando lentamente del barreño.

- Paece que ya tardan los Pedrotes – dijo el Gallareta, cuando aquél hubo acabado de examinar la soga, arrojando una mirada escrutadora en el camino.

- Es que esta mañana hemos dambos madrugao más que madrugan los tordos y los zorzales.

- Es que nos conviee bajar a la hora en que llegan las águilas, que son pajarracos mu duritos de roer cuando defienden su nío.

- Oye, tú, ya están aquí los Pedrotes – exclamaba momentos después el viejo, puestos los ojos en una de las cumbres inmediatas.

- Pos es verdá; pero es que yo los esperaba por el atajo.

Pronto llegaron al lugar de la escena los Pedrotes, dos mocetones que pregonaban a legua, por su parecido, el lazo fraternal que les unía.

- A la paz e Dios, señores.

- Buenos días, caballeros.

- Pero, Currito, ¿qué jaces? – exclamó el Gallareta, transcurridos que hubieron algunos minutos, al ver cómo aquél ceñía a su cuerpo la soga en tanto los Pedrotes se entretenían en hacer un cigarro, que acababa de ofrecerles el anciano.

- Es que – repúsole el Mimbre con voz sorda – se me ha puesto hoy a mí entre ceja ser yo el que baje al nío a recoger la postura.

- ¡Ca, hombre! – exclamó enérgicamente el viejo -. ¿No comprindes tú que tú pesas un peazo más que yo y que yo no tengo ganas de que mos des un mal rato?

- No hay cuidiao, señó Frasquito; yo ahora peso mu poquita cosa, pero que mu poquita cosa; su mercé no sabe bien lo que me come la pena.

                     
                                             II

Pronto el nido del águila estuvo en poder del Mimbre, sin que felizmente ni la hembra ni el macho hubiesen acudido en su defensa, y, ya con él en el pecho, antes de confiarse de nuevo al espacio, arrojó el mozo una mirada en el fondo del abismo, no sin que no obstante su reconocida intrepidez, dejara de estremecerse al contemplar el profundo precipicio.

Pronto se balanceó dulcemente sobre él, y

- ¡Arriba! – gritó con voz firme a la vez que contemplaba con ojos ya más serenos la cabeza del anciano, sombreada por el astroso sombrero, y la del más joven de los Pedrotes, que sentado al borde del abismo, con el dedo en el gatillo de la escopeta, escrutaba con miradas avizoras las azules lejanías.

A la voz del Mimbre dieron principio a izarle el viejo y el mayor de los Pedrotes, y ya casi iban a poner feliz término a su tan peligrosa tarea, cuando:

- A ver, señó Paco – gritó Currito con acento sonoro, mirando al viejo con expresión decidida -. No tire más su mercé, que antes de acabar de subir quiero yo que platiquemos una miaja de un algo que a dambos mos interesa.

Se puso pálido el viejo, y tras breves instantes de sombrío silencio:

- Cuando subas platicaremos – le repuso, en tanto se miraban recíprocamente sorprendidos los Pedrotes.

- Como siga tirando su mercé, le doy un corte a la soga – gritó Currito, y su voz decidida y sus frases trágicamente amenazadoras hicieron detenerse repentinamente al viejo, el cual, limpiándose con la manga de la camisa el copioso sudor que empezaba a inundar su rostro, avanzó de nuevo al borde del tajo, y al ver a aquél con el acero en la mano tembló todo, y 

- Pero muchacho – le gritó, procurando sonreir sin conseguirlo -, ¿qué groma es ésa de querer que platiquemos en tan malilla postura?

- “¡Posturaa!, repitió el eco en el fondo del precipicio.

- Es que esta postura es pa mí la mejor de toas, porque es que yo estoy esesperaíto, señó Paco; es que yo me estoy muriendo a chorros por su Rosario de usté, y su Rosario de usté se está muriendo a chorros por mí y manque yo sé que yo no me la merezco y que su mercé no querrá nunca dármela, he querío sabello de la mesma boca de su mercé en esta malilla postura, poique como yo sin mi Rosario no quieo pa naíca la vía, pos me dije yo: “Si el señó Frasquito no me la quiée dar, pos yo le doy el gusto a la mano y aquí se acabó mi pena.”

- Pero tú estas loco, chiquillo – exclamó el viejo, que sentía que el pelo se le erizaba ante la fiera decisión que se pintaba en los ojos del enamorado campesino.

- Yo no sé cómo estoy; lo que yo sé es que pa vivir sin Rosario, más mejor quieo caer en lo jondo del barranco.

- Güeno, ya se arreglará to eso cuando subas. Tira, Pedrote – dijo el viejo con acento decidido.

- Que no tire su mercé, le digo, si no me da su Rosario.

- ¿No te digo que ya se arreglará eso cuando subas?

- Y yo le digo a su mercé que si quiée su mercé que yo llegue arriba, me tiée su mercé que dar su palabra de hombre que será para mí su Rosario, si es que ella tamién es gustosa en serlo.

- Güeno, hombre, güeno; se jará lo que tú quieras.

- No; su palabra. Y u me la da y si no, corto la soga.

Se puso lívido el rostro de aquél al ver de nuevo relampaguear siniestramente la hoja de la navaja, y

- Güeno, palabra de hombre – balbució, tirando briosa y desesperadamente del muchacho.

                                                        Arturo Reyes.

BIBLIOGRAFIA:

- Cuento “Al borde”. Autor: Arturo Reyes. Publicado en El Imparcial, sección de los lunes. Madrid, 27 – XII – 1911.

- Cuento "Al borde". Autor: Arturo Reyes. Publicado en Cuentos andaluces. Tomo I. Edición Homenaje del Excmo. Ayuntamiento de Málaga. 1964. Gráficas San Andrés. Málaga.

sábado, 20 de octubre de 2018

CUENTO "AL AMOR DE LA LUMBRE". AUTOR: ARTURO REYES.

En el día de hoy vamos a publicar un cuento de mi bisabuelo Arturo que parece ser no fue publicado en ninguno de sus libros pero sí en el periódico El Liberal en 1904.

Es una plática de venta en la que un viejo cuenta como un bandido a quien mataron el caballo se llevó el suyo. Después volvieron a reencontrarse y el malandrín no se peleó con nuestro protagonista  por agradecimiento y además le devolvió su jaca a cambio de un relicario que el anciano le había quitado de las alforjas del corcel muerto.

Esperamos que os guste...



                          AL AMOR DE LA LUMBRE

 Un vivac parecía la posada donde, sobre el duro empedrado, dormían a pierna suelta algunos de los más caracterizados prohombres de la arriería andaluza, en tanto otros rodeaban el fuego, que alumbraba de modo fantástico el amplísimo zaguán con sus rojos chisporreteos.

Pendiente de una de las renegridas vigas de la techumbre, un enorme farol apenas si ayudaba a iluminar medrosa y tristemente el recinto aquel, donde se respiraba, como en los establos, un vaho pesadísimo y no repugnante, y donde sólo era turbado el silencio por el imponente roncar de varios de los arrieros, por el lento platicar de los que velaban, y por el recio y algo distante cocear de las bestias en los pesebres.

- Vamos a ver tío Zarzamora, si jace osté ya un rebusco, y se trompieza con argo que merezca la pena de contarse tan y mientras viene el sueño – dijo Antonio el Abulaga encarándose con aquél, el cual le respondió, con voz que parecía salir de un sótano, al par que arrojaba en el hogar un nuevo haz de retama seca.

- ¿Qué quiés tú que sus cuente? Si ya sus he contao jasta el número de dolores que le dieron pa parirme a aquella a la que tenga Dios en su santísima gloria.

Pero si pa contar sucedíos no tiée osté fin; si a osté le han pasado más cosas que celdas tiée un panal y arvellanas un arvellano.

- Tiée razón el Abulaga – exclamó con voz arguadentosa el señor Curro el Naranjero al par que liaba un cigarro, y

- Tiée razón – repitió mirando maliciosamente el Zarzamora -. 

Tú eres una carretera empedrá de cosas que te han pasao, u que tú  dices que te han pasado  porque pa el caso es lo mesmo.

- Ca uno nace pa lo que nace; yo nací pa eso como tú naciste pa alimentá con lo que en ti florece a toítos los de San Antón.

- No te enfáes, hombre, no te enfáes, y dale ya gusto al Abulaga.

- Si, tío Zarzamora, a ver si se acuerda osté de argo, y por si no se acuerda osté, ahí va ese recordatorio pa que se le ilumine er sentío.

Y diciendo esto, el Abulaga alargó al viejo la grasienta bota, la cual elevó éste como si se tratara de algo divino, y después de un minuto en el que sólo se oyó el rumor del vino al caer en sus fauces sedientas, dijo devolviendo la bota a su legítimo dueño:

- Tiés razón, que esto le ilumina a cualisquiera er sentío. Y que este es montillano del de verdá!

- Como que quien clavó la cepa juí yo.

- Vamos, hombre, menos música y más embutío – gritó el Naranjero, al par que encendía por centésima vez el cigarro con uno de los flameantes matajos.

- Bien, hombre, sus daré gusto, poique si no el Currito, como es primerizo, va a mal parir, y eso sería una lástima pa los frabicantes de tapones.

- A ver si yo me alevanto, y ¡como me alevante!...– exclamó el Naranjero con cómica expresión de amenaza.

- No, Currito, no te arranques, por los ojos de tu cara.

- Osté, tío Zarzamora, a ver si cumple con su obligación – dijo el Abulaga - y si no ya me está osté degorviendo to er vino que se ha bebío.

- No, que voy a pagar ahora mesmito… Pos, señó, sus contaré una cosa que me pasó allá en mi moceá…, allá en los tiempos en que entoavía no se frabicaban los hombres con tan poquísima lacha como hoy se frabican; cuando entoavía tenía yo jechuras, y me daba diez puñalás, y me tiraba diez millones como quien escupe diez gárgaras; cuando entoavía ca vez que yo entornaba el párpado tenía que llamar al sangraor alguna güena moza; cuando yo era un hombre de una vez; cuando …

- ¡Tiempo debe de jacer de eso!, poique yo, que tengo algunos años más que tú, no lo ricuerdo – exclamó el Naranjero interrumpiendo al Zarzamora con acento irónico.

- ¡Toma! Eso no tiée na de particular – repúsole éste encogiéndose de hombros-, como que entonces eras tú ya er primer tonto der partío.

Y después, arrojando una  mirada desdeñosa sobre el Naranjero, continuó:

- Pos bien, caballeros, cuando yo era lo que ya no soy, diba yo un día montao en mi jaca Perdiguera, un proigio con los cabos más finos que pinceles, con un cabeza como la de un carnero serrano, con alas en los cascos y pórvora en la sangre; un fenómeno que cuasi sabía latín; un jechizo que me mataron en los montes de Arriate. ¡Qué lástima de mi jaca!, caballeros, ¡qué lástima de mi jaca!.

El tío Zarzamora quedó en silencio durante algunos instantes pensando sin duda en aquel noble bruto sobre el que tantas veces cabalgara en sus ya remotísimas mocedades por la alegre serranía.

- Pos bien, caballeros – continuó el viejo, entristecido por el recuerdo-, como sus decía, iba yo una tarde sobre mi jaca, adornado con mis trapitos de critianar, con un puñao de moneas en la faltriquera y otro puñao de ilusiones en el corazón, caminito del lagar de los Niños de Casares, que era aonde vivía por aquel entonces la fló que a mí me perfumaba el pecho; una jembra que asustaba de rebonita que era. Pos bien, diba yo pa el lagar de los de Casares, cuando, de pronto, al llegar a lo arto del cerro der Negrete, más allaílla de aonde están las lindes der coto de los Trebujenas, cuando por la verea der Cantúo, y de pronto y cuando más descuidado estaba yo mirando por si veía al del jaco, ¡pum!, un zambombazo que me río yo de los del Callao de Lima. Al oirlo, la verdá, no sentí mieo, porque yo no sé eso a qué sabe; pero me azaré una miajita, le metí un achuchón a mi Perdiguera, y, camará; entoavía no había dao tres brincos mi jaca, cuando en la mismita encrucijá der Pisaverde me tiro a la cara un jaco, ¡vaya un jaco!


- Ya salió er jaco – dijo Curro con tono siempre zumbón.

- Pos bien – continuó el Zarzamora, sin hacerle caso- al ver aquel jaco que estaba jerío de muerte, y echando por la jería más sangre que agua escupe un manantial, me arrimo a él, y al arrimarme me trompiezo lo primerito con que debajo der jaco, y pasando más fatigas que er mismo cielo, estaba un mozo más grande que una torre, y con dos pinares por patillas, y con una cara de las que no se pueen mirar sin echar mano a la vizcaína. Yo, naturalmente, al ver a aquel prójimo en tan malilla postura, salté de mi Perdiguera y le jeché una mano al mozo que, apenas se hubo alevantao, se tentó los remos como si se quisiera enterar de si necesitaban o no remonta; después miró con ojos de lobo carnicero a su alreor, y al ver que por la loma de los Olivares venían que volaban dos de los buitres encargaos de alicortar a los matuteros en la sierra, me miró de arriba abajo, y diciéndome: “Muchas gracias, compadre, y que le conste a osté que er Virutero es hombre agradecío”, sartó sobre mi Perdiguera, le metió el jierro en los ijares, se tendió sobre el lomo, y en menos tiempo del en que se cuenta, ¡la del humo!, pero que ¡la del humo!, caballeros.

- ¿Y quién era el Virutero? – preguntó el Abulaga, a quien parecía haber empezado a interesar el pintoresco relato.

- ¿Qué quien era el Virutero? Pos el Virutero era una mala pesaílla, un arriscao pa el que no había ni lindes ni vallaáres, un mozo capaz de cortarle el jálito ar mesmo Cí, un hombre que na más que con la salivilla jacía más daño que er cólera, un gachó que antes de dirse pa el otro mundo mandó pa allá la mar de peones camineros pa que le fueran arreglando er camino.

- Güeno, siga osté, que me va gustando la cosa.

- Pos bien, como diba diciendo, cuando yo ví aquello, y ví mi jaca en manos ajenas, en poquito estuvo que no me jechara a llorar; pero como la cosa no tenía remedio y aquello no pintaba bien pa mí ni pa naide, recogí la alforja del Virutero y salí de estampía, y entoavía no había nochecío cuando ya estaba yo de plática con mi niña en ca de los de Casares.

- ¿Y qué es lo que encontró osté en las alforjas del Virutero – preguntóle el Abulaga.

- A eso iba. Pos lo que yo encontré fue un poco de jilo, un dedal, un canutero, un poco de yesca, y liao y mu reliao en paper de sea, un relicario de plata.

- ¡Ya salió el relicario! – murmuró irónicamente el Naranjero.

- A ver si callas tú ya, que eres el reló de Pamplona. Pos bien, como iba diciendo, yo en lo tocante a aquello no dije a nadie ni pío pos una vez estaba yo cimbeleando una rubia con ca caera como un argibe, en la Plaza Alta de Benaoján, y como el frío me jacía tiritar, me había yo resguardao en el quicio de la puerta del señó Tobalo el Cortina, y cuando más embelesao estaba mirando a ver si se abría la reja de la Jaquetona, que asina le decían a la rubia, veo que de pronto se me arrima un gachó que con la copa der “catite” tocaba la luna, y que se me arrima con la manta jasta los ojos, y que me dice con una voz de las que cortan el estornúo al más pintao, que le jiciera el favor de dirme a la ermita a jacerle una novena a la patrona del pueblo, poique le estaba estorbando yo allí, y que si no me diba por mi gusto me diba a dir de mu malita manera y más súpito que un rayo. A mí me hormigueó al oír aquello to lo que tenemos de hombre los hombres, y naturalmente le dije que yo pa dir a la ermita necesitaba dir acompañao, poique yo tengo mu medroso el espíritu, y que pa dirme de tan malilla manera como él decía era preciso que se artillara más mejó que la Numancia...

Cuando yo le dije aquello, que se lo dije con la boca más seca que un esparto, se jechó el hombre a reir como le hubiera jecho muchísimo salero lo que yo le ha había dicío, y cogiéndome por un brazo, me llevó a un sitio aonde nos daba en la cara la luz de una hornacina y, ¿quién? ¿quién creerán ustedes que era el gachó que me había encargao lo de la novena en la ermita a la patrona del pueblo?

- ¡Toma!, por sabío, er Virutero.

- Pos si señó, er mismísimo Virutero con toítos su menesteres, que se me queó mirando como si me fuera a retratar con sus ojos de pantera, y acordándose sin dúa de pronto de aonde y cómo me había conocío, me dice: - Compadre, ¿es osté por casolidá er que me sacó de debajo de mi Pulío en el cerro der Negrete? – "El mesmo, le dije yo, el mesmo de quien, en pago del bien que le jizo, se llevó osté un ala de su corazón.”

- “Pos osté está sagrao pa mí; tan sagrao como si juera osté mi difunto pare, que aquí aonde osté me ve soy un hombre agraecío.”

- "Pero, ¿y mi jaca?” – le pregunté cuasi llorando- “¿qué ha sío de aquella pintura?”

- “Aquel proigio es pa mí como si juera cosita propia, y como a cosita propia la trato, que cuasi tos los días le barnizo er pesebre, y cuasi tos los días le beso las mollaítas, que gracias a ese águila rial no me han comío más de una vez, y de dos, ya los grajos.”

- “Como que a ese bicho no le farta más sino que lo doctoren. Y ahora supongo que me degorverá osté esa prenda.”

- “Antes de desprenderme yo de ese tesoro me corto la mano con que la embrío. Osté no sabe cómo quiero yo a ese animal, que sentiría perderlo cuasi tanto como sentí perder mi relicario; un relicario que era mi salvación y mi escúo.”

Yo, cuando le oí decir aquello del relicario, cuasi perdí er sentío der gozo que me dió, y le dije: - Pos mire osté, si osté quiere yo le doy ese relicario que tanto estima, y se lo doy a osté a cambio de mi Perdiguera.” Y al oirme se le esponjó er pecho de gusto. Y, ¡camará!, no se ponen más besos en boca de mujer que él puso en el relicario de plata.

- ¿Y le degorvió a osté su Perdiguera?

- Sí que me la degorvió, y ojalay que no la hubiera degüerto, que asina no me la hubieran matao como me la mataron, va ya pa tres simenteras, al salir un anochecer del campamento con los Zurdos de Igualeja.

- Pos to, pero que toíto eso que mos acaba osté de contá, es to una pura mentira – exclamó en aquel instante, medio dormido, y con acento borroso, el señor Curro el Naranjero.

- ¿Qué to es mentira? ¡Vaya una noveá! Eso ya lo sabía yo mucho antes de que tú me lo dijeras.

- Vaya, que aún quea con que refrescarse una miajita – dijo el Abulaga al narrador alargándole de nuevo la bota.

Y cogiola éste entre sus huesudas manos, la elevó con la solemne lentitud con que siempre lo hacía, y durante algunos instantes no se sintió en el zaguán más rumor que el que hacía el vino al caer por entre los secos labios del señor Paco el Zarzamora, uno de los muchos cuentistas ignorados de mi Málaga la Bella.

                                                     Arturo Reyes.

BIBLIOGRAFÍA:

- Cuento “Al amor de la lumbre”. Autor: Arturo Reyes. Publicado en el periódico El Liberal. Madrid, 10 – XII – 1904.

domingo, 14 de octubre de 2018

CUENTO "AL ALIMÓN". AUTOR: ARTURO REYES.

Hoy vamos a publicar un cuento de mi bisabuelo, que se desarrolla en Málaga, y que nos cuenta la historia de Joseíto El Meriñaque y las tretas que este utiliza para evitar que “la niña de sus ojos”, Rosarito, sea  cortejada por otro galán El Torongiles, antes de que contraigan matrimonio.

Algunas de las palabras que utiliza no son usadas actualmente en nuestro vocabulario y hemos intentado conocer su significado para que sea más sencillo comprender esta corta pero densa historia. Al final del cuento hemos indicado la definición de algunas de ellas, otras nos ha sido imposible encontrarlas en los diccionarios, quizás porque están en desuso o porque es un vocabulario específico de nuestra tierra.




Esperamos que sea de vuestro agrado este nuevo cuento que os presentamos…


                      AL ALIMÓN

                          I

-Pos yo estoy conforme con lo que dice el Chato Puliana, que muchas veces lo que encomienza por una chufla acaba en una trigedia, que por chufla encomenzó lo mío con el Manga y lo más lejos que tenía yo de mí, al tirar de la cachicuerna, era que diba a dejar en el sitio al probe más tieso que un machete.

Y esto lo dijo Joseíto el Meriñaque con acento sombrío y no sin dejar escapar previamente un resonante suspiro.

-Güeno, pos vamos a dejarnos de cosas esaborías -exclamó el Butibamba con expresión adusta a la vez que colocaba como si quisiera clavarla en el tablero de pino de la mesa, una de las fichas del dominó.

Las palabras de Joselito hicieron inmutarse al Torongiles que contempló a hurtadillas, lleno de asombro, a su rival; el principio de embriaguez en él producido por los diez o doce cortados que acababa de trasegar desapareció como por arte de encantamiento; ¡qué sorpresa! luego el Meriñaque, aquel hombrecito pálido, rubio, de cara aniñada y de hechuras casi femeniles; aquél que él, no obstante su falta de decisión y de energías, había pensado intimidar ahuecando la voz y poniendo los ojos como si quisiera escupirlos de su cara; aquél que él había creído cualquier cosa al verlo tan modosito, tan suave, tan meticuloso, siempre tan atildado, tan fino, según confesión propia, llevaba en su conciencia los manes vengadores del Manga.

Al Torongiles se le habían volado de la imaginación todos sus propósitos belicosos; su amor a Rosarito acababa de perder grados de temperatura; la figura de Joselito había adquirido a sus ojos terribles proporciones; sentíase arrepentido de haber ido a meterse en la boca del lobo y lo único que ya deseaba era encontrar una rendija por la que huir de aquel lugar y de José, que parecía ensombrecido por el recuerdo de la trágica escena.

El Torongiles sentíase como sentado sobre alfileres; qué mala ocurrencia había sido la suya de poner su mirada y su pensamiento en Rosarito, primero, y segundo, la de ir aquella mañana a buscarle la boca al hombre por ella preferido.

-¿Qué, quiées jugar? -preguntó al Torongiles Antoñuelo el Molinete.

-No, muchas gracias, pero me tengo que dir enseguiita.

El Meriñaque le miró furtivamente con expresión irónica, y

-Hombre, ¿tan urgente es eso que tiée usté que hacer que no puée jugarse dos copas? -le preguntó a la vez que redoblaba con los dedos sobre la mesa.

-Hombre, le diré a usté, es una cosita rigular.

Y el Torongiles, al decir esto, se mordió los labios; el tono zumbón de Joselito había aumentado su intranquilidad, y cuando algunos minutos después se encontró en mitad de la calle, respiró a pleno pulmón decidido a no volver a intentar un enganche con aquel mozo, de cuya sangrienta hazaña hubiera querido conocer más pormenores, pero no le pareció discreto inquirir nada, no fuese a pensar la gente que lo hacía aconsejado por la prudencia y el temor.

Decidió, pues, callar por lo pronto, y de modo disimulado ir aflojando en el asedio de la muchacha con toda la rapidez que le permitiera su decoro, porque no era cosa razonable el ir a jugarse la piel con un mozo que ya llevaba en la conciencia tan negro bagaje y, sobre todo, no estando él, como no estaba, la chaveta perdida por la muchacha, que si él había puesto en ella sus ojos, habíalo hecho más que pensando en el negror de sus grandes pupilas de antílope febril y en su cuerpo maravillosamente cincelado, acordándose de que el Calderero tenía una cuadra de muletos que quitaba las tapaderas de los sentidos, una huerta en el camino de San José, donde los melones que se daban eran más dulces y jugosos que los de Almogía, y, además, en la calle de los Cristos un corralón con más habitaciones que celdillas tiene un panal; no siendo más que una la heredera de tan privilegiada fortuna.

No obstante sus propósitos de no hablar con nadie, ni inquirir noticias ningunas referentes a la muerte del Manga, aferrándose como un náufrago a una tabla, a la esperanza de que aquella hubiese sido un farol del Meriñaque, aquella noche, al toparse con el señor Cayetano el Ortigosa, chalán jubilado que vivía de lo que le rentaba su hija Rosalía, ocho arrobas de carnes frescas, olorosas y juveniles, que olía a tomillo hasta en las canículas, amigo de Joselito, con el cual habíalo visto varias veces jugarse al dominó la convidada; al toparse con él -repetimos- en el hondilón del Cañaverde, acercándose a la misma mesa junto a la cual aquél dormitaba con el codo sobre el tablero.

-Oiga usté, agüelito, ¿me convía usté o yo le convío? -le preguntó con acento jovial y afectuoso.

-Mía, mejor será lo úrtimo, porque yo tengo un costipao que no arremato de estornuar en to er día.

Aunque no comprendió la relación que pudiera tener la convidada con lo del estornudo, sentóse el Torongiles junto a aquél, y después que hubieron ambos apurado con todo primor las primeras dos cañas del cañavero, que por indicación de aquél les sirviera el mozo de la taberna, hizo recaer hábilmente la conversación el descorazonado pretendiente de Rosarito sobre lo que tanto le preocupaba, pero aún no había concluido de nombrar al Meriñaque cuando

-Ni me lo mientes tan siquiera a ese gachó -exclamó con voz vibrante de ira y apretando los puños Ortigosa -ni me lo mientes, que demasiao castigo tengo yo con tener que platicar con él de cuando en cuando, que cá vez que tengo que platicar con él es mismamente que si tomara el paliano.

-¿Pero eso? -le preguntó sorprendido el Torongiles.

-Cállate tú, hombre, que lo que me pasa a mí con ese gachó es pa que lo egollara; no porque yo le deba los cuatro ochavos que le debo, sino porque yo no pueo olviar que por mo de él a mi compadre Jacinto se lo comieron los gusanos.

-Algo he oído yo dicir de eso, pero...

-Ná, que si tú medio me estimas, no me platiques más de esto, porque cá vez que me acuerdo me como er mundo, ¡pobre Jacinto!, tan regüenísima persona que era, mejorando la presente.

El Torongiles no se atrevió a insistir. Pero para qué insistir, si ya sabía lo que saber deseaba, si había visto ratificado por el Ortigosa lo dicho por el Meriñaque delante de él en la taberna del Chato Puliana.


II

Cuando el día de la boda vio salir el Torongiles al Meriñaque llevando del brazo, cual glorioso trofeo, aquella gitana tan bonita, tan llena de donaires y garabateos, a la cual él había pretendido hacer caer en sus poco tupidas redes de amor, una profunda ira se apoderó de su alma. La desposada iba que tiraba de espaldas de guapa, con los dedos cubiertos de cintillos, y los antebrazos, de ajorcas, y de collares la garganta. Joselito, que no le llegaba a las axilas como no se empinara, iba con dos pregoneros de su alegría por ojos; un tropel brillante de deudos y amigos dábanle escolta. El Torongiles, no pudo seguir presenciando el desfile y se fué a la taberna en busca de consuelo, pero hasta allí le persiguió la contraria fortuna, pues el dueño del hondilón parecía pensionado por los que menos le querían para seguir mortificándole en su vanidad.

-¿Qué es eso? Yo te jacía en el casamiento de la Rosario -díjole con acento zumbón el de la taberna.

Le miró aquél como si quisiera barrenar sus ojos con los suyos, y encogiéndose de hombros,

-¿Y a mí qué se me ha perdío en esa procesión? -le repuso, al parecer, indiferente.

-La verdá es -continuó el tabernero, cruzando los brazos y reclinándose contra el mostrador- que nadie creía que el señor Perico diba a dar su brazo a torcer; pero es que los parneses son como el unto de la Malena, y como jace muy poco le llovieron unos cuantos pápiros al Meriñaque...

-Pero ¿es que le ha tocao la lotería?

-Cuasi lo mesmo, porque es que se murió un tío suyo, el señor Toño el Hortelano, uno que vivía en Benamargosa y que le dejó to cuanto tenía: una huerta y unas viñas y una casa que está lindando con la iglesia. Total, unos tres mil durejos largos e talle, y como al señor Cristóbal le gusta una torda más que el arroz con pollos, pos velay tú.

-Que un divé sus bendiga, caballeros. ¿Queréis argo pa el sitio aonde van a parar toítos los niños llorones? -preguntó en aquel momento desde el umbral el señor Cayetano elOrtigosa.

-Venga usté acá, señó Cayetano, que voy a darle la puntilla con unas del de Jubrique que acabo de recibir y que güele más mejor que el tomillo y que el romero.

No se hizo aquél repetir la tentadora invitación, y momentos después decíale al Torongiles con acento zumbón en que brincaba la zumba:

-Alegra ya esa cara, guasón, que hay más mujeres que coquinas. ¿Pos no vas a poner el perfil de medio luto porque se haiga dejao embragar por otro gachó la jembra que tú currelas?

-Aquello fué una golondrina que se me paró en el alero y que se me fue en seguiíta -exclamó con acento despectivo y encogiéndose de hombros el Torongiles, y después continuó-: Pos si a mí me hubiera seguío gustando esa gachí, diba yo a dejar asín como asín que fuese otro milano el que se llevara esa paloma.

-Toma, eso por sabío -musitó el Chato Puliana.

-¡Digo! -exclamó el Ortigosa, mirando siempre con expresión zumbona al Torongiles-. Pos güeno hubiera sío que un gachó de tus riñones se hubiera dejao llevar el pulso de mala jechura por un gachó como Joselito, que cuando se mata elante de él un pavipollo se tapa los oídos por no oír el cacareo.

El Torongiles miró sorprendido al viejo y

-¡Camará, vaya un arma mía, que no puée oír cacarear un pavipollo y púo visarle el rol pa el otro mundo al...

-¡Bah! -dijo, encogiéndose de hombros y sonriendo siempre zumbonamente el gitano-. Es que lo más distante que tenía el Meriñaque era que el susto le diba a costar la piel ar probe de Jacinto. Verdá es que naide podía suponer que el gachó tenía en el corazón una cosa que le podía causar la muerte con menos de na, con que se intentara quitarle el hipo, na más que con un repullo.

-Pero entonces -dijo, palideciendo, el Torongiles-, ¿no fue el Meriñaque...?

-Verás tú -dijo el Ortigosa, interrumpiéndole y con voz que estaba pidiendo el más contundente de todos los correctivos-, la cosa fue que el probe del señor Jacinto tenía menos espíritu que un lúgano, y una noche que estábamos de gromas le dijimos a José que jiciera como que se abroncaba de veras, pa ver si él ponía pies en polvorosa, y José, que pa cómico vale más de un millón, pos encomenzó a ponerse pesao con él y a dicirle cosas de las que ningún hombre puée oir sin aguantar el resuello, y tantas cosas le dijo que el Jacinto arremató por achararse y por dicirle una fresca al José, y entonces el José tiró de la cachicuerna que le había alargao por debajo de la mesa Pepe el Chamusca, el nieto de la Tartaja, y se fué pa el otro resoplando como un miura, y mos levantamos tos como pa sujetarlo y..., na, que resurtó una groma la mar de esaboría, tan saboría que a las dos horas y pico estaba ya con Dios el probe de Jacinto, una presona que, mejorando las presentes, era una prenda de gala.

Y al concluir de decir esto se levantó bruscamente el Ortigosa para evitar que la risa desbordara en sus labios al ver la cara que había puesto el Torongiles al comprender la partidita serrana que habíanle jugado toreando al alimón Joseíto el Meriñaque y el más viejo chalán y tunante de los barrios de mi tierra.

                                                  Arturo Reyes.


VOCABULARIO:

- Achararse: Quedarse quieto, detenido.

- Ajorca: Argolla de meta que llevaban las mujeres en las muñecas, brazos o garganta de los pies.

- Cachicuerna: Navaja con mango de cuerno.

- Cintillos: Anillo de piedras preciosas.

- Chalán: Negociante sin escrúpulos.

- Deudos: Persona que pertenece a la misma familia que otra, ya sea por consanguinidad o afinidad.

- Divé: Dios o que proviene del cielo.

- Gachó: Hombre o muchacho. Viene del caló (lenguaje de los gitanos españoles).

- Hondilón: Cierta clase de tabernas de Málaga.

- Manes: Dioses infernales o almas de los difuntos.

- Muleto: Mulo pequeño, de poca edad.

- Ochavo: Moneda.

- Paliano: Purga milagrosa.

- Pápiros: (Argot) Billete de banco, en especial el de mucho valor.

- Parneses: Dinero.

- Platicar: Hablar o conversar.

- Pavipollo: Cría del pavo.

Continuará...

BIBLIOGRAFÍA:

- "Al alimón". Autor: Arturo Reyes. "Cuentos andaluces. Tomo II. Edición Homenaje del Excmo Ayuntamiento. Málaga 1964. Gráficas San Andrés, Málaga. Pags. 209 - 213.