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sábado, 20 de octubre de 2018

CUENTO "AL AMOR DE LA LUMBRE". AUTOR: ARTURO REYES.

En el día de hoy vamos a publicar un cuento de mi bisabuelo Arturo que parece ser no fue publicado en ninguno de sus libros pero sí en el periódico El Liberal en 1904.

Es una plática de venta en la que un viejo cuenta como un bandido a quien mataron el caballo se llevó el suyo. Después volvieron a reencontrarse y el malandrín no se peleó con nuestro protagonista  por agradecimiento y además le devolvió su jaca a cambio de un relicario que el anciano le había quitado de las alforjas del corcel muerto.

Esperamos que os guste...



                          AL AMOR DE LA LUMBRE

 Un vivac parecía la posada donde, sobre el duro empedrado, dormían a pierna suelta algunos de los más caracterizados prohombres de la arriería andaluza, en tanto otros rodeaban el fuego, que alumbraba de modo fantástico el amplísimo zaguán con sus rojos chisporreteos.

Pendiente de una de las renegridas vigas de la techumbre, un enorme farol apenas si ayudaba a iluminar medrosa y tristemente el recinto aquel, donde se respiraba, como en los establos, un vaho pesadísimo y no repugnante, y donde sólo era turbado el silencio por el imponente roncar de varios de los arrieros, por el lento platicar de los que velaban, y por el recio y algo distante cocear de las bestias en los pesebres.

- Vamos a ver tío Zarzamora, si jace osté ya un rebusco, y se trompieza con argo que merezca la pena de contarse tan y mientras viene el sueño – dijo Antonio el Abulaga encarándose con aquél, el cual le respondió, con voz que parecía salir de un sótano, al par que arrojaba en el hogar un nuevo haz de retama seca.

- ¿Qué quiés tú que sus cuente? Si ya sus he contao jasta el número de dolores que le dieron pa parirme a aquella a la que tenga Dios en su santísima gloria.

Pero si pa contar sucedíos no tiée osté fin; si a osté le han pasado más cosas que celdas tiée un panal y arvellanas un arvellano.

- Tiée razón el Abulaga – exclamó con voz arguadentosa el señor Curro el Naranjero al par que liaba un cigarro, y

- Tiée razón – repitió mirando maliciosamente el Zarzamora -. 

Tú eres una carretera empedrá de cosas que te han pasao, u que tú  dices que te han pasado  porque pa el caso es lo mesmo.

- Ca uno nace pa lo que nace; yo nací pa eso como tú naciste pa alimentá con lo que en ti florece a toítos los de San Antón.

- No te enfáes, hombre, no te enfáes, y dale ya gusto al Abulaga.

- Si, tío Zarzamora, a ver si se acuerda osté de argo, y por si no se acuerda osté, ahí va ese recordatorio pa que se le ilumine er sentío.

Y diciendo esto, el Abulaga alargó al viejo la grasienta bota, la cual elevó éste como si se tratara de algo divino, y después de un minuto en el que sólo se oyó el rumor del vino al caer en sus fauces sedientas, dijo devolviendo la bota a su legítimo dueño:

- Tiés razón, que esto le ilumina a cualisquiera er sentío. Y que este es montillano del de verdá!

- Como que quien clavó la cepa juí yo.

- Vamos, hombre, menos música y más embutío – gritó el Naranjero, al par que encendía por centésima vez el cigarro con uno de los flameantes matajos.

- Bien, hombre, sus daré gusto, poique si no el Currito, como es primerizo, va a mal parir, y eso sería una lástima pa los frabicantes de tapones.

- A ver si yo me alevanto, y ¡como me alevante!...– exclamó el Naranjero con cómica expresión de amenaza.

- No, Currito, no te arranques, por los ojos de tu cara.

- Osté, tío Zarzamora, a ver si cumple con su obligación – dijo el Abulaga - y si no ya me está osté degorviendo to er vino que se ha bebío.

- No, que voy a pagar ahora mesmito… Pos, señó, sus contaré una cosa que me pasó allá en mi moceá…, allá en los tiempos en que entoavía no se frabicaban los hombres con tan poquísima lacha como hoy se frabican; cuando entoavía tenía yo jechuras, y me daba diez puñalás, y me tiraba diez millones como quien escupe diez gárgaras; cuando entoavía ca vez que yo entornaba el párpado tenía que llamar al sangraor alguna güena moza; cuando yo era un hombre de una vez; cuando …

- ¡Tiempo debe de jacer de eso!, poique yo, que tengo algunos años más que tú, no lo ricuerdo – exclamó el Naranjero interrumpiendo al Zarzamora con acento irónico.

- ¡Toma! Eso no tiée na de particular – repúsole éste encogiéndose de hombros-, como que entonces eras tú ya er primer tonto der partío.

Y después, arrojando una  mirada desdeñosa sobre el Naranjero, continuó:

- Pos bien, caballeros, cuando yo era lo que ya no soy, diba yo un día montao en mi jaca Perdiguera, un proigio con los cabos más finos que pinceles, con un cabeza como la de un carnero serrano, con alas en los cascos y pórvora en la sangre; un fenómeno que cuasi sabía latín; un jechizo que me mataron en los montes de Arriate. ¡Qué lástima de mi jaca!, caballeros, ¡qué lástima de mi jaca!.

El tío Zarzamora quedó en silencio durante algunos instantes pensando sin duda en aquel noble bruto sobre el que tantas veces cabalgara en sus ya remotísimas mocedades por la alegre serranía.

- Pos bien, caballeros – continuó el viejo, entristecido por el recuerdo-, como sus decía, iba yo una tarde sobre mi jaca, adornado con mis trapitos de critianar, con un puñao de moneas en la faltriquera y otro puñao de ilusiones en el corazón, caminito del lagar de los Niños de Casares, que era aonde vivía por aquel entonces la fló que a mí me perfumaba el pecho; una jembra que asustaba de rebonita que era. Pos bien, diba yo pa el lagar de los de Casares, cuando, de pronto, al llegar a lo arto del cerro der Negrete, más allaílla de aonde están las lindes der coto de los Trebujenas, cuando por la verea der Cantúo, y de pronto y cuando más descuidado estaba yo mirando por si veía al del jaco, ¡pum!, un zambombazo que me río yo de los del Callao de Lima. Al oirlo, la verdá, no sentí mieo, porque yo no sé eso a qué sabe; pero me azaré una miajita, le metí un achuchón a mi Perdiguera, y, camará; entoavía no había dao tres brincos mi jaca, cuando en la mismita encrucijá der Pisaverde me tiro a la cara un jaco, ¡vaya un jaco!


- Ya salió er jaco – dijo Curro con tono siempre zumbón.

- Pos bien – continuó el Zarzamora, sin hacerle caso- al ver aquel jaco que estaba jerío de muerte, y echando por la jería más sangre que agua escupe un manantial, me arrimo a él, y al arrimarme me trompiezo lo primerito con que debajo der jaco, y pasando más fatigas que er mismo cielo, estaba un mozo más grande que una torre, y con dos pinares por patillas, y con una cara de las que no se pueen mirar sin echar mano a la vizcaína. Yo, naturalmente, al ver a aquel prójimo en tan malilla postura, salté de mi Perdiguera y le jeché una mano al mozo que, apenas se hubo alevantao, se tentó los remos como si se quisiera enterar de si necesitaban o no remonta; después miró con ojos de lobo carnicero a su alreor, y al ver que por la loma de los Olivares venían que volaban dos de los buitres encargaos de alicortar a los matuteros en la sierra, me miró de arriba abajo, y diciéndome: “Muchas gracias, compadre, y que le conste a osté que er Virutero es hombre agradecío”, sartó sobre mi Perdiguera, le metió el jierro en los ijares, se tendió sobre el lomo, y en menos tiempo del en que se cuenta, ¡la del humo!, pero que ¡la del humo!, caballeros.

- ¿Y quién era el Virutero? – preguntó el Abulaga, a quien parecía haber empezado a interesar el pintoresco relato.

- ¿Qué quien era el Virutero? Pos el Virutero era una mala pesaílla, un arriscao pa el que no había ni lindes ni vallaáres, un mozo capaz de cortarle el jálito ar mesmo Cí, un hombre que na más que con la salivilla jacía más daño que er cólera, un gachó que antes de dirse pa el otro mundo mandó pa allá la mar de peones camineros pa que le fueran arreglando er camino.

- Güeno, siga osté, que me va gustando la cosa.

- Pos bien, como diba diciendo, cuando yo ví aquello, y ví mi jaca en manos ajenas, en poquito estuvo que no me jechara a llorar; pero como la cosa no tenía remedio y aquello no pintaba bien pa mí ni pa naide, recogí la alforja del Virutero y salí de estampía, y entoavía no había nochecío cuando ya estaba yo de plática con mi niña en ca de los de Casares.

- ¿Y qué es lo que encontró osté en las alforjas del Virutero – preguntóle el Abulaga.

- A eso iba. Pos lo que yo encontré fue un poco de jilo, un dedal, un canutero, un poco de yesca, y liao y mu reliao en paper de sea, un relicario de plata.

- ¡Ya salió el relicario! – murmuró irónicamente el Naranjero.

- A ver si callas tú ya, que eres el reló de Pamplona. Pos bien, como iba diciendo, yo en lo tocante a aquello no dije a nadie ni pío pos una vez estaba yo cimbeleando una rubia con ca caera como un argibe, en la Plaza Alta de Benaoján, y como el frío me jacía tiritar, me había yo resguardao en el quicio de la puerta del señó Tobalo el Cortina, y cuando más embelesao estaba mirando a ver si se abría la reja de la Jaquetona, que asina le decían a la rubia, veo que de pronto se me arrima un gachó que con la copa der “catite” tocaba la luna, y que se me arrima con la manta jasta los ojos, y que me dice con una voz de las que cortan el estornúo al más pintao, que le jiciera el favor de dirme a la ermita a jacerle una novena a la patrona del pueblo, poique le estaba estorbando yo allí, y que si no me diba por mi gusto me diba a dir de mu malita manera y más súpito que un rayo. A mí me hormigueó al oír aquello to lo que tenemos de hombre los hombres, y naturalmente le dije que yo pa dir a la ermita necesitaba dir acompañao, poique yo tengo mu medroso el espíritu, y que pa dirme de tan malilla manera como él decía era preciso que se artillara más mejó que la Numancia...

Cuando yo le dije aquello, que se lo dije con la boca más seca que un esparto, se jechó el hombre a reir como le hubiera jecho muchísimo salero lo que yo le ha había dicío, y cogiéndome por un brazo, me llevó a un sitio aonde nos daba en la cara la luz de una hornacina y, ¿quién? ¿quién creerán ustedes que era el gachó que me había encargao lo de la novena en la ermita a la patrona del pueblo?

- ¡Toma!, por sabío, er Virutero.

- Pos si señó, er mismísimo Virutero con toítos su menesteres, que se me queó mirando como si me fuera a retratar con sus ojos de pantera, y acordándose sin dúa de pronto de aonde y cómo me había conocío, me dice: - Compadre, ¿es osté por casolidá er que me sacó de debajo de mi Pulío en el cerro der Negrete? – "El mesmo, le dije yo, el mesmo de quien, en pago del bien que le jizo, se llevó osté un ala de su corazón.”

- “Pos osté está sagrao pa mí; tan sagrao como si juera osté mi difunto pare, que aquí aonde osté me ve soy un hombre agraecío.”

- "Pero, ¿y mi jaca?” – le pregunté cuasi llorando- “¿qué ha sío de aquella pintura?”

- “Aquel proigio es pa mí como si juera cosita propia, y como a cosita propia la trato, que cuasi tos los días le barnizo er pesebre, y cuasi tos los días le beso las mollaítas, que gracias a ese águila rial no me han comío más de una vez, y de dos, ya los grajos.”

- “Como que a ese bicho no le farta más sino que lo doctoren. Y ahora supongo que me degorverá osté esa prenda.”

- “Antes de desprenderme yo de ese tesoro me corto la mano con que la embrío. Osté no sabe cómo quiero yo a ese animal, que sentiría perderlo cuasi tanto como sentí perder mi relicario; un relicario que era mi salvación y mi escúo.”

Yo, cuando le oí decir aquello del relicario, cuasi perdí er sentío der gozo que me dió, y le dije: - Pos mire osté, si osté quiere yo le doy ese relicario que tanto estima, y se lo doy a osté a cambio de mi Perdiguera.” Y al oirme se le esponjó er pecho de gusto. Y, ¡camará!, no se ponen más besos en boca de mujer que él puso en el relicario de plata.

- ¿Y le degorvió a osté su Perdiguera?

- Sí que me la degorvió, y ojalay que no la hubiera degüerto, que asina no me la hubieran matao como me la mataron, va ya pa tres simenteras, al salir un anochecer del campamento con los Zurdos de Igualeja.

- Pos to, pero que toíto eso que mos acaba osté de contá, es to una pura mentira – exclamó en aquel instante, medio dormido, y con acento borroso, el señor Curro el Naranjero.

- ¿Qué to es mentira? ¡Vaya una noveá! Eso ya lo sabía yo mucho antes de que tú me lo dijeras.

- Vaya, que aún quea con que refrescarse una miajita – dijo el Abulaga al narrador alargándole de nuevo la bota.

Y cogiola éste entre sus huesudas manos, la elevó con la solemne lentitud con que siempre lo hacía, y durante algunos instantes no se sintió en el zaguán más rumor que el que hacía el vino al caer por entre los secos labios del señor Paco el Zarzamora, uno de los muchos cuentistas ignorados de mi Málaga la Bella.

                                                     Arturo Reyes.

BIBLIOGRAFÍA:

- Cuento “Al amor de la lumbre”. Autor: Arturo Reyes. Publicado en el periódico El Liberal. Madrid, 10 – XII – 1904.

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